jueves, 10 de diciembre de 2015

La redundante fisiología del tiempo humano (A propósito de la novela La familia del Dr. Lehman (2015), de Sandra Araya)

1

La pesadilla inicia de este modo: una familia de cuatro miembros (padre, madre, hija e hijo) llega a un pueblo desconocido, ubicado en la mitad de un desierto rocoso. Están de paso. Apenas tienen dinero para comparar comida. Huyen de un pasado impreciso y misterioso, que su memoria nunca logrará restaurar del todo. Tienen hambre. Tienen miedo. Tienen prisa. La visita de estos personajes resulta ser todo un acontecimiento en aquel pueblo varado a un acostado del tiempo y la carretera. En pocos minutos, todos los habitantes se enteran de que el Dr Lehman es médico. Le piden que se quede, que ocupe la plaza que ha dejado hace poco el galeno del pueblo. Conmovido, acepta.

Inesperadamente, la familia del Dr. Lehman recibe techo y empleo, sus hijos reciben educación. Se convierten en una parte más de la comunidad. Han encontrado un nuevo hogar, dirán los lectores. Nada más lejos de ser cierto: su pasado los persigue. Más temprano que tarde, su nuevo hogar se convierte en un purgatorio, en una cárcel de la que tienen que huir sin remedio. Los Lehman regresan a la carretera. Se apean en otro pueblo solitario y la historia vuelve a empezar del mismo modo, con la misma luz deslumbradora y enervante. Los acontecimientos ocurren en el mismo orden... pero quizás con otros nombres, pero quizás en otros cuerpos.

2

Toda la realidad podría ser una cadena interminable de Big Bangs y Big Crunchs, tal como está descrita en los modelos cíclicos de la Cosmología, que plantean que el universo es oscilante, un péndulo imparable, un globo de goma termonuclear que se expande y contrae sin detenerse. La realidad toda podría ser un corazón que bombea luz y sombra para sí mismo. Cada sístole insuflaría vida a la noche cósmica, y engendraría galaxias, sistemas solares, planetas habitados, mundos enteros. Y cada diástole dejaría enfriar las estrellas hasta que el silencio fuera de nuevo la única verdad verificable. Entonces, y solo entonces, todo empezaría nuevamente, con otra contracción del músculo eterno.

Esta imagen, que podría parecer alentadora, y salida de la homilía de alguna iglesia de la Nueva Era, se puede convertir en una auténtica pesadilla, si se la reduce a la dimensión del microcosmos humano. Este discurso de pretensiones místicas, que bosqueja la certeza de lo eterno, se convierte en su revés y dorso negativo, cuando se usa para hablar de lo cotidiano y lo más cercano, cuando se usa para crear una constelación familiar. Imaginemos entonces una familia cuya madre no está segura de ser la progenitora de sus hijos. Imaginemos una familia cuya madre sospecha que es la hija de su marido. Es más: imaginemos una familia cuyo único miembro permanente es el padre. 

La actitud benévola y distante del varón de la casa lo convierte en un pivote al rededor del cual giran los planetas, vale decir, su cónyuge y sus hijos, y por extensión o contagio el pueblo entero donde vive con ellos. Eventualmente, la muerte les llega a todos. Pero la posición exacta de las órbitas alrededor del padre se mantiene, y cada vez que se vacía un nuevo miembro la ocupa, y le dota de sentido familiar. Imaginemos que la posición que habitamos en el mundo consiste en realidad en una función cosmológica. Después de nuestra muerte, alguien, inevitablemente, la ocupará. Imaginemos que la realidad toda, incluida nuestra familia por supuesto, es un universo oscilante. 

Nuestra vida se repite una y otra vez, con imperceptibles e insignificantes variaciones a lo largo de la eternidad, pero en la carne de otras personas, que tienen otros nombres, que gozan y padecen otras vidas, que aunque sean idénticas a la nuestra en todo, o casi todo, no son la vida que nosotros experimentamos alguna vez. Imaginemos que el mito del eterno retorno no es un alegato ético o moral ni una metáfora, ni una disquisición filosófica, sino la descripción de la fisiología del tiempo humano. Imaginemos que nuestra lucha contra el olvido es inútil, porque de todas formas, en la siguiente vida, no recordaremos quiénes fuimos.

Coda

Sandra Araya ganó con esta obra el Premio la Linares de novela breve 2015, convocado por la Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura. Se trata de un texto tejido con precisión, que no abdica de la ficción narrativa en ningún momento: nada de referentes geográficos o temporales precisos, nada de marcas lingüística dialectales, nada de reflexiones ni alegorías sobre la identidad cultural o el sentido de la historia nacional. Solo acciones bien contadas, y solamente personajes que son funciones propias de los acontecimientos de la trama. Se trata de una acrobacia narrativa ejecutada con limpieza, que se enmarca con justicia en el género de la novela breve.

Con esta historia, Sandra Araya construye un símbolo autárquico, de esos que solo hablan de sí mismos, de esos que terminan por convertirse en objetos duros y cerrados como una piedra, y cuyo significado llega a ser tan amplio como la más atrevida de nuestras interpretaciones. Esta novela dibuja un enigma, una cifra tersa y pulida, sobre el mapa de una literatura siempre rugosa, cuyos pliegues están contaminados (o enriquecidos, según se los vea), de historia patria, de teoría social, de ideología partidista. Es también una lección de estilo, y de cómo seducir al lector y llevarlo hasta la última página, apelando nada más y nada menos que al suspenso, al misterio.

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