por José Martínez Sánchez
Poeta, narrador y ensayista colombiano
Dijo un sabio cuyo nombre suena igual
al golpeteo de las patas de una araña
en las paredes de un cuarto vacío:
Después de la teoría, viene la calma.
Dos textos identifican la reciente producción del ecuatoriano César Eduardo Carrión (Quito, 1976), conectados por una estructura para la escena que lo separa de La muerte de Empédocles por la ausencia del coro en la poética de Hölderlin : “Limalla Babélica”, Eskeletra Editorial, 2009, y “Poemas en una Jaula de Faraday”, premio Pichincha de poesía editado por el Gobierno de la Provincia de Pichincha, 2010. El primer título alude a la sedimentación de culturas y lenguas que alimentan la memoria y garantizan la desaparición del “yo” para invocar multiplicidad de voces acicateadas por didascalias o advertencias de una entidad omnisciente. En cualquiera de ellas hallamos la presencia detrás de la máscara, empleada en los ritos africanos, tantas veces recordada por Pessoa en la poesía portuguesa, como objeto de reflexión durante la primera mitad del siglo XX e instrumentaliza en la modernidad literaria como herencia de la antigüedad clásica. Con ella descubrimos la condición nómade y la infancia negada. Antes del “anti-exordio” la palabra es acierto, lugar derruido y brindis por la canción originaria. La poesía funda un pasaje de aperturas hacia las noches eleusinas, hacia el misterio insondable: “Regrésate a beber en la cantina del Olimpo. No interesan/ tus ganas de arder para siempre en las llamas azules./¡Los arqueólogos descubren entre el Éufrates y el Tigris, cada año,/ nuevas ruinas sumergidas del principio de los tiempos!”. El nomadismo entre la estrella y el vacío, entre el lenguaje y los torreones míticos, anima la certeza de la bestia desbocada a la catástrofe. En este aprendizaje podemos comprender la angustia y levantar el tálamo de los tácitos amantes. Cada vástago será voz y nacimiento, alteración del fuego en la convulsión de los cuerpos.
En “Descripción del desembarco”, César Eduardo Carrión recrea el impacto de los viajes anticipados en el temor de los arúspices. Se trata de un poema cuya factura se aparta de cierta tradición reclamista. La forma, elaborada a partir de referentes concretos, nos entrega la esencia de lo que al cabo llegó a ser despojo y arrasamiento, canon de creencias y festejo de los vencedores. En la historia del encuentro entre el viejo y nuevo mundos sobrevive la noción de territorios devastados por la cultura dominante cuyos “conquistadores” llegaban cegados por la ambición de riquezas. Sobre la aridez de reinos dispersos en la cartografía milenaria, el poeta nos obliga a seguir las imágenes de la desintegración, en cuyos reductos la posmodernidad levanta un principio de realidad opuesto a la utopía, pues el ser no es más que disolución desde el comienzo del signo. El vocablo equiparado al Ícaro incendiado, al ave desplumada con su nido hecho añicos en la irrupción del extravío. Porque antes de cada nominación está el acto, parece anticipar la Tercera didascalia: “Escondemos nuestra dicha como madres que maceran avaricia/en sus fetos tumefactos. Destrozamos cada nido del alféizar con la boca:/mil veces inhóspitos,/mil veces pertinaces las palabras del acecho”. En esa urdimbre de proclamas donde la ironía es faro, donde el prontuario revela una condición despiadada de otras existencias, la infancia repasada por la mirada del escriba marcha a la par con el estado larvario del hombre, no con la infancia anunciada por Marx respecto al mundo griego, sino con la animalidad de la horda primitiva “desamparada” por sus dioses. Éstos van y vienen, en formas míticas prehispánicas o helénicas, en animismo de fenómenos naturales o mediante la interpelación al mito babilónico. En “Limalla babélica” aparecen las coordenadas que sustentan la producción poética de César Eduardo: un tono parejo, decantado en la lectura exigente, una yuxtaposición de tiempos, unos personajes propios o distantes y una búsqueda de situación atribuible a la misión del poeta: “En esta ocupación yo pongo todos mis cuidados. No contemplo/ ni anuncio la llegada del destino, sólo digo lo que soy desde el silencio,/en busca del yo mismo más extremo”. También están las obsesiones en corporalidad ficticia, el amado Yorick amonestado por su hermano gemelo y aquellas voces invasoras en permanente “crescendo”.
“Poemas en una jaula de Faraday” se abre justo con una “psicofanía” dedicada a la calavera de Yorck, el personaje de Shakespeare. Sin caer en el recurso característico de los poetas herméticos, Carrión sabe elegir muy bien los materiales con los que nos induce a descifrar el lenguaje, “ese cordón umbilical que nos ata al abominable vientre rumiante”, según la expresión prosaica de Octavio Paz. Como un exégeta de fenómenos paranormales, nos convoca a un lugar donde la palabra se queda a media instancia entre la técnica y la oralidad. Es la condición impuesta desde la libertad de quien escribe, en la jerarquía exclusiva del que tiene en sus manos el fuego arrebatado a las majestades etéreas. Concisa, vertiginosa, la voz del enano increpa lo incontestable. Al igual que el apóstata en los predios del horror, señala con su verbo al enemigo: “Recuerda que encargamos la preparación del vino de/ las consagraciones a un sacerdote,/el más inepto de todo el colegio dedicado a proteger/las palabras del olvido y el silencio,/al idiota de la familia, que no sabe ni siquiera su propio/nombre y duda de sí mismo todo el tiempo,/y sin embargo inventa motes y apellidos insultantes/para todos sus amigos y parientes”.
Liberado de su envoltura religiosa, el apóstata allana los espacios de una cultura mediatizada hasta adquirir los rasgos del disidente, el profeta que horada en el desierto o apela a la risa explosiva: “Sigamos riendo, lúdico animal de pene enorme, de/ risa estentórea y temeraria”…”Sigamos escribiendo, Calavera, para los demás esqueletos de este bello cementerio”. Entre una y otra “psicofanías”, el libro ofrece momentos para la diferencia. Es preciso deslindar campos frente a la vanidad de las castas cuando somos el resultado de migraciones que han ido poblando un continente de culturas orales. Ante la metrópoli sólo puede haber extrañamiento, ruptura abierta con blasones y anacronismos importados. El juego hipertextual es afianzamiento de una escritura concebida como metáfora en permanente construcción, cruzada por resonancias donde fabulación y verdad se disputan el sentido profundo del tiempo y de la historia. A partir de la coda continúa un orden textual centrado en los libros orientales. Suras y sutras conducen la voz del predicador a los senderos de Zaratustra, con quien comparte una razón trascendental y un cúmulo de preguntas.
(Artículo escrito para el suplemento literario Día D, del diario colombiano El Nuevo Siglo, 2011.